Las confesiones by Rousseau Jean-Jacques

Las confesiones by Rousseau Jean-Jacques

autor:Rousseau, Jean-Jacques [Rousseau, Jean Jacques]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: BIBLIOTECA CLASICOS UNIVERSALES, Las, Francesa, Ensayo, Jean Jacques Rousseau, Jean Jacques, Rousseau, Las Confesiones, Confesiones
editor: Pictorical Publishers,
publicado: 2013-06-25T04:00:00+00:00


Junto a las personas amadas, el sentimiento nutre la inteligencia lo mismo que el corazón y se tiene poca necesidad de buscar otras ideas en otra parte. Vivía con mi Teresa casi tan agradablemente como si fuese el más bello ingenio de la Naturaleza. Su madre, orgullosa por haberse criado al lado de la marquesa de Monpipeau, se preciaba de ilustrada, quería dirigirla, y con su astucia echaba a perder la sencillez de nuestras relaciones. El fastidio de esta importunidad me hizo vencer algún tanto la necia vergüenza de no presentarme en público con Teresa; juntos dábamos pequeños paseos campestres y hacíamos meriendas deliciosas. Vela que me amaba sinceramente y esto redoblaba mi ternura. Esta dulce intimidad me bastaba y el porvenir ya no me importaba nada, o por lo menos no lo consideraba más que como una prolongación del presente, y sólo deseaba asegurar su duración.

Por causa de este sentimiento hallé superfluas e insípidas todas las demás disipaciones. No salía más que para ir a casa de Teresa, que vino a ser casi la mía, y esta vida retirada fué tan ventajosa para mi trabajo, que en menos de tres meses concluí mi ópera, letra y música. Sólo faltaban algunos acompañamientos y partes accesorias, trabajo material que me aburría. Propuse a Philidor si quería hacerlo dándole una parte en los beneficios. Vino dos veces e hizo algunos accesorios en el acto de Ovidio; mas no pudo halagarle un trabajo tan asiduo con la perspectiva de una ganancia lejana y aun incierta. No vino más, y yo mismo terminé mi tarea.

Terminada la obra, era preciso sacar de ella algún provecho: otro trabajo mucho más difícil todavía. En París nada consigue el que se halla aislado. Pensé abrirme camino por medio del señor de la Popliniére, a quien me había presentado Gauffecourt a su regreso de Ginebra. Era aquél el mecenas de Rameau, y su mujer su más humilde alumno. Rameau era, como vulgarmente se dice, el todo en aquella casa. Creyendo que tendría gusto en proteger una obra de un discípulo suyo, quise mostrársela, mas él no quiso mirarla, diciendo que no podía leer partituras porque se fatigaba demasiado. A esto la Popliniére dijo que podía hacérsela oír y me ofreció reunir los músicos necesarios para ejecutar algunos trozos. No deseaba yo otra cosa. Rameau consintió en ello gruñendo y repitiendo sin cesar que debía ser cosa muy linda una composición de un hombre que no pertenecía al gremio teatral y que se había aprendido la música él solo.

Yo me apresuré a disponer cinco o seis trozos escogidos. Diéronme una docena de músicos, y Albert, Bérard y la señorita Bourbonnais fueron los cantores. Desde la introducción comenzó a dar a entender con sus exagerados elogios que no podía ser mía. No dejó pasar un solo trozo sin dar muestras de impaciencia; mas en un aria de contralto, cuyo canto era vigoroso y sonoro, y muy brillante el acompañamiento, no pudo contenerse y me apostrofó con una brutalidad que asustó a



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